viernes, 31 de julio de 2015

En el barrio judío de Praga - Raquel Barbieri



En el barrio judío de Praga, al norte de la Ciudad Vieja, cerca de donde se encuentra la maravillosa estatua de Kafka en que un hombre enorme sin cabeza lleva al cuello a un pequeño Kafka completo, vivía Lenka con su madre.

El departamento daba —como en tantos edificios de Europa central— a un corredor con pisos de mosaicos cuyos dibujos divertidos en blanco y azul cerúleo combinaban a la perfección con los herrajes de los grandes balcones que desembocaban al patio común. 
Macetas tupidas de todo tipo de plantas suculentas, begonias, malvones y geranios aportaban vida a esos espacios compartidos cuya techumbre consistía en una galería alta con columnas de hierro ornamentado, en donde de vez en cuando trepaba alguna planta que en invierno desaparecía por completo. Mirando hacia arriba se veía el cielo, un espacio abierto y cuadrado que en primavera y otoño era una bendición para todos los sentidos, pero en verano y sobre todo en invierno, devenía en caldera o heladera respectivamente.
En el edificio de cinco pisos sin ascensor vivía también un hombre, Milenko, que significando “querido”, no era amado por nadie. Era invisible, ignorado, y él lo sabía; le dolía, pero no podía hacer nada al respecto. Ya había intentado ser apreciado y por algún factor inexplicable, ese ser dotado de gran paz y belleza interior, era despreciado por el resto.
Milenko tenía muchísimo pelo ya canoso, tez cetrina y ojos de ese azul grisáceo tan frecuente en los checos. Sus dedos estaban deformados por el trabajo rudo de albañil que ya había dejado hacía unos años por causa de una incipiente artritis y la edad.
Vivía en dos ambientes no muy amplios, en uno de los departamentos más baratos del edificio, y la única mirada hacia el afuera era la puerta de doble hoja que daba a la galería común y una ventanita simpática, alta y escueta que era lo único pintoresco que poseía su cocina de uno por dos.
Lenka habitaba uno de los departamentos grandes que daban a la calle, con dos ventanales amplios desde los cuales se veía gran parte de Josefov. 
Ella siempre miraba hacia afuera y soñaba con salir de ese lugar, aunque se sentía incapaz de generar cualquier cambio por pequeño que fuese. Pensaba en su madre, en las gatas, en los muebles, en sus rutinas. Todo la ataba al edificio del boulevard Parizská. 
Lenka era dependiente del tranvía 17, del 18, de la cercanía con el cementerio en donde estaban su padre y hermano, y hasta de la panadería a la que había ido siempre su familia.
Milenko pasaba las horas leyendo, iba una vez por semana al cementerio a poner una piedra sobre la tumba de sus padres, regresaba caminando mientras era ignorado por todos y cada uno, y hacía las compras para luego encerrarse en su oscuro departamento a transcurrir sus días.
Lenka estaba aburrida. Hablaba con su madre durante las comidas, pero no eran conversaciones sustanciales sino superficiales sobre el cotidiano vivir, la limpieza, la compra… charlas repetidas, escuetas, propias de una convivencia abúlica y prolongada.
Milenko se sentía agradecido de tener un techo sobre su cabeza y comida en la mesa; por lo demás, no tenía con quién hablar y eso le dolía profundamente. Se preguntaba qué podría haber hecho él para recibir ese destrato cuando había sido amable siempre. Y cada vez que el dolor era demasiado grande, ponía un disco de Mendelssohn; en general, las canciones sin palabras, como también el concierto para piano número veintitrés de Mozart. Y en el alféizar del único ventanuco que su casa tenía, siempre había una plantita preciosa y bien cuidada dando vida. Ese era Milenko, aunque nadie lo amara.
Lenka, aunque  vivía en el mismo edificio que Milenko, nunca habían cruzado caminos. Ella soñaba en silencio con un hombre como él, que la doblara en edad, que siendo protector y fuerte, la resguardara de la crudeza del mundo, que gustara de la misma música que ella, que tuviera muchas historias para contarle y careciera de las urgencias de los hombres más jóvenes. Lenka era capaz de quedarse sola con tal de no conformarse con un premio consuelo, como la mayoría hace.
Me gustaría contarles que se conocieron y se amaron, que ella hizo una valija con lo imprescindible y se mudó al departamento de la ventanita escueta, o que ambos decidieron dejar ese lugar para empezar un tiempo nuevo en un lugar también nuevo, quizás fuera del barrio judío de Praga, tal vez en la campiña o aún más lejos. Pero no, encerrados cada uno en su tristeza muda, caminaron siempre con la mirada baja que evitó el encuentro en el mercado, en uno de los corredores del edificio, en las escaleras, en el umbral de la puerta del edificio del boulevard Parizská. 
Lenka y Milenko eran almas gemelas; sin embargo, les faltó un Hollywood que los uniera.


Acerca de la autora: Raquel Barbieri

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