miércoles, 2 de diciembre de 2015

Adúltera – Armando Azeglio


Corría desesperadamente. El nivel de adrenalina en su cuerpo debía haber subido. Sus piernas empezaban a negarle la velocidad que el cerebro les ordenaba. “¿Y ahora qué hago?”, se preguntó, “¡esta debe ser la periferia de la ciudad!”. Su ciudad. Su entrañable ciudad convertida en ese frenético discurrir de paredes muertas pasando ante sus ojos. Su ciudad de adoquines enterrados con urgencia que, en este instante, le dificultaban el paso. Su ciudad de formas arquitectónicas improvisadas, aglutinadas en espacios vitales prácticos, promiscuos y hasta a veces fétidos. “Sí, estos deben ser los arrabales”, pensó. También pensó en sus piernas. Sus blancas, nacaradas, y sedosas piernas que ahora contraían y relajaban músculos enloquecidamente para poder permitirle esta: su —quizá— última carrera. “El final no puede ser este, se dijo. “No puede ser así”. Y con el rabo del ojo alcanzó a observar que uno de los que la perseguían se había agachado para levantar una pesada piedra. ¿Qué pretendía hacer con tamaña roca? ¿Qué harían con ella después? ¿La descuartizarían? ¿La dejarían muerta y abandonada en alguna calleja inmunda? Fantaseó con su cuerpo exánime y aleatorio, revoloteado por las moscas y acariciado por uno que otro gusano. “El final no puede ser este”, repitió obsesiva. Lo había imaginado de otra forma. En medio a una cierta dignidad doméstica, quizá. Ella anciana, en un lecho de muerte, rodeada por sus hijos, sus nietos y alguna hermana supérstite.
—¡Perra! —le gritó uno de sus perseguidores.
—¡Noooooooooooo! —respondió ella, pero su mente ya había escapado al agitado rostro de su amante. Sí, su amante, su amante de labios embebidos en vino. Su amante que había sido y continuaba siendo un escape, una especie de antídoto, de venganza contra una realidad híbrida y repetitiva. Por momentos sentía que siempre había sido obligada a simular. A simular amor por un marido que solo estimaba, a simular abnegación aún cuando su corazón se rebelaba. A simular beatitud a pesar de sus dudas. A simular desapego a pesar de su deseo por otros hombres. Con el rostro convulso y el pecho agitado, se imaginó en medio de un orgasmo con él y pensó que era curioso como el cuerpo expresaba estados de ánimo tan diversos con gestos similares. El placer, el dolor; los extremos sin duda alguna debían tocarse. Todo le pareció ilusorio. Pensó a Dios, al dios de su padre, al dios aprendido de niña: “un verdugo bueno-pero-terrible” y no pudo menos que suplicar:
—¡Ayúdame te ruego! —Entró en un callejón sin salida cuando sus presuntos captores ya parecían una jauría de perros enloquecidos; devoraban metros con frenesí asesino, escupían —por entre sus barbas— versículos de la ley. Vociferaban cosas ininteligibles, la señalaban con odio, aullaban, maldecían. La deseaban cadáver.
—¡Estoy perdida! —gritó—. Y fue entonces que apareció ese hombre, como salido de la nada. Creyó reconocerlo, haber sentido vagos rumores sobre él y sus hombres en el mercado. La descripción coincidía: elegante, pelo cuidado, barba. Escribía algo con el dedo en la arena, distraídamente. De pronto, se incorporó y se puso delante de ella, como protegiéndola y luego habló con una autoridad inusitada, enfrentando a la horda, que se detuvo en seco, estupefacta.
—El que de ustedes no tenga pecado, que arroje la primera piedra —dijo—; y se agachó para continuar escribiendo.

Acerca del autor:  
Armando Azeglio

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