miércoles, 2 de diciembre de 2015

Al final de la noche - Gabriela Navarro


La luna iluminaba aún el pasaje cuando Juan, el indigente, se enderezó y salió del letargo en que lo había sumido el vino. El hado malvado de la bebida se había retirado a cantar la palma de otras lenguas, seguro de que volvería a verlo.
Durante el día, los vecinos solían murmurar historias sobre Juan; algunos le temían, otros lo despreciaban, alguno que otro sentía piedad por él, e incluso se conjeturaba que tal vez fuera prófugo de la ley en algún país vecino; todo eso sustentado por la imaginación de los viejos que, aburridos, espiaban el pasaje por las hendijas de las persianas. 
La verdad solo Juan la conocía. En otros tiempos había sido un sujeto estimado… hasta admirado, podría decirse, pero de eso hace ya un siglo, si nos atenemos a cómo luce hoy, andrajoso, descalzo y mugriento.
Se puso de pie, se acomodó lo mejor posible las ropas y empezó a cantar como nunca lo habían oído en el pasaje. La voz, algo deteriorada por la mala vida, aún mantenía la potencia y entre las notas cascadas por el alcohol se apreciaba una belleza que permitía imaginar lo que había sido en su época. —Callate —le gritaron algunos.
—Andá al Colón, engreído —protestaron otros.
—Shhh...
Las voces que salían de las ventanas del pasaje lo intentaban acallar.
Juan entregó unas líneas más de Vesti la Giuba y luego la noche regresó al silencio, interrumpido de vez en cuando por el sonido de los autos en el adoquinado de la bocacalle.
Por la mañana, encontraron muerto a Juan.

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