martes, 19 de enero de 2016

Sermón - Jorge Etcheverry


Hijos míos, hubo un tiempo en que las diferentes tribus se consideraban —de manera que me resulta más bien oscura— similares. Y repito "de manera que me resulta más bien oscura". Y subrayo "más bien", ya que soy conciente y respeto las ordenanzas de la Oficina de Purificación del Lenguaje y las Costumbres. La afirmación entre comillas no es de mi responsabilidad. La escuché con el debido respeto de quien ostenta en su clara frente la marca de ser mi padre. Que nosotros, el brote impuro, la semilla a medio pudrir, pudiéramos cobijar la menor duda sobre las acciones y dichos de nuestros mayores —que nos han legado junto con la existencia el tesoro inmensurable de nuestras costumbres y creencias—, sería merecedor de un castigo ejemplar.
Dios, en su ilimitada sabiduría y sabiendo que somos su Pueblo Elegido nos ha dado el mandato de erradicar de nuestras costumbres, hábitos y lenguaje, todas las hierbas malignas. Que los campos sean limpiados a fuego, si las espigas de la nueva cosecha nacen defectuosas. Que la fruta permanezca en la tierra, sin ser comida, si su cáscara tiene mácula. Hubo un tiempo de confusión de lenguas, colores y credos, costumbres y naciones. Ahora, cuando los estigmas han sido eliminados, que los pensamientos a medias culpables que cobija nuestra mente sean sopesados por nuestros padres, mientras avanzamos hacia la madurez, mientras entramos en esta nueva generación, fuera de los caminos impuros y maculados de antaño. La conducta de mi padre siempre buscó despertar en nosotros, los pequeños, los casi animales, de rasgos indefinidos y manera torpe, el terror y el pavor de los tiempos ya idos. En nosotros, que no sabíamos manejar los órganos bucales y estábamos apenas aprendiendo la inmutable aplicación de las maneras de la tribu. Las palabras de nuestros mayores nos hicieron aborrecer esos tiempos lejanos en que vastas multitudes de aspecto y lengua diferente se mezclaban en los caminos y poblados de los antiguos países y continentes, de las ahora demolidas grandes ciudades, destruidas por Dios con su fuego que funde la carne y deforma la progenie de plantas y animales.
Hubo esos tiempos para nosotros, sobre nosotros, en que El Malvado conglomeraba en los mismos pueblos incontables seres heterogéneos, donde era posible ver seres de aspecto diferente y lengua deforme, y otorgándoles el calificativo de "humanos", mezclarse con ellos, asimilar sus costumbres impuras, entender los sonidos cacofónicos que proferían y hacían pasar por lenguaje y yacer con sus mujeres, pantanos pestilentes, para procrear bastardos. Las maneras del viejo mundo eran el movimiento y la inseguridad del cambio. El comercio del viejo mundo era la apertura a lo largo y ancho de lo informe y múltiple. La tierra misma devino enferma y envenenada y secó sus ríos, deformó sus plantas y contaminó la carne de sus animales. Fue entonces en que comenzaron a organizarse las tribus, en el vientre mismo de esos depósitos de confusión —las ciudades— y los Primeros Humanos comenzaron a adoptar maneras que los distinguían de los otros, los extraños, y a desarrollar lenguaje y vestimentas que los oponía a ellos, a esa parodia de la verdadera Tribu, que eso es lo que somos, habiendo dejado atrás la Gran Confusión y la Mezcla Impura. Las huestes del Maligno nos habían ido llevando por milenios hacia la Gran Mezcla Caótica. Los Grandes Prelados del Maestro de la Impureza proclamaban que el mundo mismo, las piedras y el suelo, incluso la luz que nos baña, estaban compuestos de diminutas partículas que llamaban átomos, que siendo iguales, se mezclaban formando todo lo que existe. Que todos los seres con dos manos y pies, con dos ojos al frente de la cara, que se visten y poseen el comercio del lenguaje, cocinan su alimento y viven en cavernas artificiales eran iguales y merecían un nombre genérico. Con sus ejércitos e instituciones fomentaron un reinado de confusión y mezcla inmunda por miles de años. Pero no pudieron erradicar la llama de la verdad de los corazones y labios de sus hijos, que desenmarañaron la sucia red y la rompieron en mil pedazos. La vía del altísimo es una y habla una sola lengua: la nuestra. Su apariencia es una y somos (o seremos) su imagen. Que nuestra progenie brota a veces defectuosa sólo nos indica la distancia que nos separa de la pureza total. Dejemos que algunos animales en las cuatro esquinas del mundo proclamen sus dioses y mantengan sus lenguajes, a pesar de su aspecto tan bizarro y a pesar de carecer de melodía los sonidos que emiten y a pesar de ser tan grotescas sus instituciones y vestimenta. No son más que una prueba que Dios nos pone para probar la rectitud y solidez de nuestras vías y maneras.

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