sábado, 19 de marzo de 2016

Amigos para siempre - Enrique Tamarit Cerdá


Fuimos inseparables; “la cuerda y el pozal”, nos decían. Juntos apedreamos cristales, aprendimos a liar pitillos, sentimos la fascinación por el vaivén de las faldas plisadas y emulamos a Onán hasta desfallecer. A su lado mudé luego la voz, pugnó la primera pelusa por aventajar al acné, me emborraché rozando el coma y me catearon todas las asignaturas. Compartimos vecindario y aulas, pasión por los libros, el mar y las mismas mujeres. No faltaron ocasiones para constatar que la cuerda era él, que siempre sobresalió en todo. Yo era experto en castigos, fracasos, resacas y desamores, asiduo al fondo del pozo con el culo pegado al fango. El comienzo de la vida adulta nos distanció, aunque conservamos la costumbre de escalar juntos todos los veranos. Un funesto día se despeñó fijando en mí su mirada perpleja. Lo vi romperse al pie del acantilado, mientras reajustaba la zapatilla que casi pierdo al patearlo, y pensé que ningún vínculo es tan perdurable como los que forjamos en nuestros primeros años.

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